jueves, 7 de mayo de 2009

El crepúsculo matutino

La diana cantaba en los patios de los cuarteles, y el viento de la mañana soplaba sobre las linternas.

Era la hora en que el enjambre de los sueños malhechores crispa sobre sus almohadas a los adolescentes morenos; en que, como un ojo sangriento que palpita y se mueve, la lámpara pone sobre el día una mancha roja; en que el alma, bajo el peso del cuerpo huraño y pesado, imita los combates de la lámpara y el día. Como un rostro en llanto que las brisas enjugan, el aire está lleno del estremecimiento de las cosas que huyen. Y el hombre está cansado de escribir y la mujer de amar.

Las casas aquí y allá comienzan a echar humo. Las mujeres de placer, con los párpados lívidos, la boca abierta, duermen con su sueño estúpido; las pobretonas, arrastrando sus senos flacos y fríos, soplan sobre sus tizones y sobre sus dedos.

Es la hora en la que entre el frío y la tacañería se agravan los dolores de las mujeres parturientas; como un sollozo cortado por una sangre espumosa, el canto del gallo desgarra a lo lejos el aire brumoso; un mar de neblinas baña a los edificios, y los agonizantes, en el fondo de los hospitales, exhalan su estertor en hipos desiguales. Los crápulas regresan, destrozados por sus andanzas.

La aurora, tiritando en traje rosa y verde, avanza lentamente sobre el Sena desierto. Y el sombrío París, frotándose los ojos —viejo trabajador— empuña sus herramientas.


Charles Baudelaire


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